martes, 5 de junio de 2007


El domingo 3 de junio estuvimos de comunión en Valencia. Ese mismo día y hace 28 años yo también la hice. Sólo que esta vez lo celebramos en un hotel junto a la dársena del puerto de Valencia. En esa misma velada subimos de excursión a la azotea donde descansaba arriconado un jacuzzi rodeado de hamacas de madera oscura forradas de un blanco perfecto y con la techumbre de un cielo azul roto. Hizo un día maravillloso. Desde esa terraza en la parte más elevada del edificio había unas fantásticas vistas de las extensas playas de arena y del puerto de Valencia y, cómo no, del campo de regatas de la america’s cup o como se diga. El restaurante estaba especializado en cocina mediterránea de autor, la luminosidad del edificio donde se ubicaba ese hotel con nombre de mar, Neptuno, contrastaba con la luz de ese mismo mar, así de cerca. El ambiente era eminentemente blanco, tonos claros en el blanco roto del vestido y en el propio nombre de la niña, Alba, tonos que se escapaban por unos amplios ventanales y que hacían de la tarde una tonalidad suave. Pasamos la velada en una terraza también blanca recayente al paso marítimo y dotada de unos sofás y enormes cojines, la tierra a nuestros pies era un suelo de madera que producía inolvidables músicas al pisarlos y rodeadas de un cristal retráctil cuya única vista era el mar intensamente azul y unas paredes que iban del ocre al tostado. La imagen era preciosa. Y luego, el restaurante. Parecía casi un pecado empezar a comer esos platos que eran como cuadros recién pintados sin sacarles antes una instantánea que perdurara en nuestra mente tanto o más que en nuestro estómago. Un poco más tarde salíamos para Madrid. En fin, una día radiante…

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